- Seamos árboles- dijimos.
- Seré rama- dijiste.
- Yo seré tronco- respondí.
Y así fuimos colocándonos frente al frío y oxidado metal de las escavadoras, las pálidas caras de los obreros (o peones) mandados y las estupefactas y crispadas muecas de los políticos que creen jugar a ser dioses sin darse cuenta de que el dolor que producen no es propio de un juego.